JAMES BOND FUERON LOS PADRES
- Jorge Ocaña
- 7 oct 2021
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 10 oct 2021
Las películas de la saga Bond tienen una serie parámetros comunes para configurar sus tramas; se rigen por un conjunto de reglas no escritas que durante todas ellas se siguen del mismo modo, pero sin repetirse. Características que confieren a cada entrega ser única y singular, y que consigue que tras 26 largometrajes no exista un orden en el cual se tengan que ver las películas para poder disfrutarlas o comprenderlas, a diferencia de otras sagas en el mundo del cine. En la nueva entrega de la franquicia; “Sin tiempo para morir”, la última película protagonizada por el actor inglés Daniel Craig, se rompen varios de esos elementos inherentes que han hecho de la saga lo que hasta ahora ha conseguido llegar a ser.
Es decepcionante el final de la némesis de James Bond; Ernst Stavro Blofeld. El enemigo por antonomasia de esta saga, no tanto por sus enfrentamientos directos contra Bond, sino por la cantidad de protagonistas villanos y acólitos de Spectra o Quantum contra quienes Bond ha de enfrentarse por orden de Blofeld (Dr. Julius No, Rosa Klebb, Donald “Red” Grant, Kronsteen, Emilio Largo, Le Chiffre, Dominic Green, Raoul Silva, etc…). En las películas, tanto de Connery como de Lazenby, hay una dinámica que se repite; Bond siempre consigue frustrar sus planes salvando con ello al mundo, pero Blofeld siempre consigue escapar; dentro de una secuencia de equilibrio perfecto donde ninguno termina de ganar, pero tampoco nadie acaba nunca de perder, dando lugar a una suerte de revancha constante y perpetua. A Craig le basta una película para encerrar a Blofeld y otra más para acabar con él… acariciándole la cara.
Otra pauta que se repite a lo largo de la saga es la aparición de al menos dos figuras femeninas relevantes dentro de la trama, popularmente conocidas como: “las chicas Bond”; una de ellas aliada, la otra malvada. Además del particular rol aportado siempre por Moneypenny; la secretaria de M. Es a lo largo del desarrollo de la película donde se descubre la personalidad de cada una de ellas cuando la villana traiciona o trata de acabar con la vida de Bond, no sin antes haber querido mantener relaciones con él. La misma acción se repite en la escena final de la película con la chica buena. Este esquema se rompe triplemente en esta nueva entrega. Por primera vez, la figura femenina buena y protagonista es la misma que en la película anterior; “Spectre”, repitiendo actriz y personaje. Por primera vez, Bond no mantiene un idilio sexual con más de una mujer a lo largo de la película. Y, por primera vez, no aparece una figura femenina villana. Ni siquiera se respeta el tradicional y característico intercambio de sutiles insinuaciones sensuales cargadas de un erótico sentido del vacile y la mofa compartidas con Moneypenny.
Queda forzado incluir las insinuaciones sobre la nueva orientación sexual de Q, en consonancia con el actor que le da vida. Como innecesarias e infantiles son las constantes insinuaciones de Nomi a Bond con intención de incomodarle respecto a que ella es la nueva 007 y no él. Un personaje que no da la talla como agente doble cero, y esto no se debe, ni mucho menos, a que sea mujer o negra, sino a que el físico no le da. Al contrario que Paloma; la agente cubana representada por Ana de Armas, la suplente de 007 tiene unas medidas que son lo opuesto a la exigencia que se requiere para desarrollar el tipo de funciones que se le demandan a un agente secreto. Para ser un agente 00 no solo hay que rozar la excelencia, sino también parecerlo.
Al margen de no respetar muchos de los pilares fundamentales que han sustentado esta saga durante décadas, hay uno que resalta por encima de cualquier otro; Bond no muere, Bond nunca muere. En multitud de ocasiones, tanto al principio como durante como al final de muchas entregas Bond parece morir. Bond aparece expuesto ante una situación imposible de la cual nadie sería capaz de escapar. Pero, de una forma u otra, al final se le concede al espectador una sutil y esperanzadora muestra que le sugiere que Bond sigue con vida, oculto, valiéndose de su nuevo estatus de fallecido para poder descansar, para tomarse un tiempo alejado de su ajetreado trabajo, del constante acecho y persecución de sus enemigos, y dándose un merecido homenaje en algún recóndito, perdido y exótico rincón del mundo donde M no pueda dar con él ni reclamarlo para una nueva misión, hasta que él mismo decida regresar.
Lo peor de esta entrega no es que por primera vez en pantalla Bond muera, sino que el Bond de Craig se deje morir. En un alarde de nostálgica desesperación, al verse infectado por un arma biológica; la cual no puede eliminarse de su torrente sanguíneo ni tampoco lo matará, pero sí que lo hará si toca a alguien que comparta su mismo ADN (buen guiño a la etapa covídica que nos ha tocado vivir), se plantea un ultimátum. ¿Dejarse morir porque no podrá volver a estar con su hija, o vivir para poder protegerla en la distancia, a sabiendas de que no podrá estar cerca de ella? Craig, por orden de sus guionistas, decide que tiene todo el tiempo del mundo para aceptar dejarse matar. Lo triste no es que a Bond lo maten, es que Bond, por primera vez, decide hincar la rodilla, decide dejarse ir, decide dejar de luchar, de pelear, decide rendirse, algo que se encuentra completamente fuera de la esencia de este personaje. Esto no solo no es Bond, sino que representa todo lo contrario de su ser.
Bond es un héroe en la sombra, un caballero de usar y tirar. Alguien a quien se recurre en tiempos de crisis, en momentos extremos para conseguir llegar donde otros no pueden llegar. Alguien que no renuncia nunca a poner en riesgo constantemente su propia vida por salvar la del resto del mundo, incluso la de aquellos que reniegan de él y lo dejan tirado una y otra vez en la estacada. Alguien cuyo propio Gobierno, para quien trabaja, niega su mera existencia y se desentiende de él cada dos por tres abandonándolo a su suerte, cuando realmente siempre es él quien tiene que acabar sacándoles las castañas del fuego. Alguien que no tiene la certeza nunca de si regresará con vida. Alguien que vive al límite su día a día, que vive como si ese día pudiese perfectamente ser el último de su vida, y que decide afrontarlo enfundado dentro de un elegante traje, bebiendo para aumentar y acelerar su ritmo vital, y decantándose por no privarse de los placeres que le regale la vida.
Bond es un ser sisífico. Un ser vacío y atormentado que dedica sus ratos libres a beber, jugar y pasar tiempo con mujeres para rellenar los momentos que le quedan antes de tener que volver al ruedo a jugarse el pellejo una vez más, tal vez por última ocasión. El precio que paga por su trabajo y el estilo de vida que éste le exige mantener es la soledad. Eso es Bond, y en eso precisamente consiste el personaje. En ese ciclo autodestructivo que representa, que le impide poder formar una familia, regresar a casa y llevar una vida “normal”.
No existe suficiente recompensa cuantificable para la labor que realiza, lo que ofrece y lo que aporta, a cambio de todo lo que asume perder o, al menos, dejar de ganar; el hecho de poder compartir su vida con alguien y todo lo que ello implica. Solo un incomprensiblemente escrupuloso sentido del deber castrense hace que siga adelante. Una hoja de doble filo que, por un lado garantiza su incorruptibilidad; dado que no es el dinero ni el poder lo que le mueve, pero por otro lado lo convierte en un ser impredecible e incontrolable, que acata las ordenes siempre que éstas no contradigan a su conciencia o a su instinto; que es lo que le mantiene vivo.
Por definición, Bond no es alguien que baje los brazos, nunca. Es un juguete roto en manos del destino, una cometa a merced de un huracán (en palabras del Sr. White), una fría máquina de cumplir con lo que ha de hacerse a cualquier precio en nombre del orden para mantener el equilibrio, condenado a vagar por la Tierra con la misión de proteger para los demás lo que a él se le va a negar siempre poder tener. Pero, precisamente por eso, la esencia de Bond representa la esperanza de que siempre hay alguien ahí, alguien desconocido que cuida de nosotros a nuestras espaldas sin que lo sepamos, una suerte de mano invisible protectora que vela por nuestra seguridad a unos niveles que no somos capaces de comprender ni de imaginar siquiera que peligremos. Por todo ello, Bond no puede morir, Bond jamás se dejaría matar. Porque en el fondo, en el ADN de su esencia lleva impreso que le necesitamos tanto como le ignoramos. Él es plenamente consciente de ello y, por esa razón, él nunca nos abandonaría. Porque sabe que en un mundo incierto, la única constante es que cuando todo lo demás falla; solo queda Bond.
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