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III

  • Jorge Ocaña
  • 21 mar 2019
  • 3 Min. de lectura

La figura del mandato no es solo uno de los límites populares al poder, sino que se trata del más importante de ellos. Una clave imprescindible y fundamental dentro del orden constitucional democrático representativo. El mandato responde a una orden de obediencia, que necesariamente debe tener un marcado sentido direccional concreto; de quien emite la orden de mando, hacia quien la recibe y la cumple o la incumple. Su vital importancia dentro de la estructura de relación de poder se debe a que constituye la esencia que define esa dirección de obediencia, y la relación de dependencia existente entre los representados y su representante.


El mandato es el vínculo que une al representante con sus representados en una relación de confianza, mediante la cual los representados eligen al representante para que éste defienda sus intereses, a través de su posicionamiento sobre posturas concretas ante el resto de representantes dentro del órgano colegiado del que forma parte como miembro electo del mismo. Por sus características, esta figura se define por representar a una parte dentro de un todo, lo cual es propio del poder Legislativo del Estado. Tanto a nivel nacional en las Cortes; el Congreso y el Senado, como en las diferentes instancias similares en niveles territoriales inferiores; Asamblea provincial y Pleno municipal.


La representación consisten en el cumplimento fiel del mandato para el cual el representante ha sido elegido. En este sentido, incluye; no solo cumplir las promesas hechas a sus electores, votando en un sentido concreto en materias cuyo posicionamiento electoral fuese uno determinado, sino, además, estar dispuesto a escuchar a sus electores, reunirse con ellos periódicamente o siempre que ellos lo soliciten, atender sus llamadas, cartas, correos electrónicos o mensajes, recoger sus quejas y críticas para trasladarlas a la Cámara de la que forme parte, exponerles los motivos de la toma de una decisión o de un cambio de opinión, en caso de haberlo, justificando el beneficio del sentido de dicha variación sobre una promesa o postura que hubiese hecho con anterioridad. En definitiva, la figura del mandato es la garantía de la existencia de representación.


Solo puede haber representación allí donde existe mandato, de los electores a su elegido, de los representados a su representante, y solo puede haber mandato allí donde existe un sistema de elección que lo posibilite.


No puede haber mandato ni, por tanto, representación allí donde los ciudadanos no pueden conocer a su representante personalmente, o ni siquiera saben quién es este. No puede haber mandato ni representación donde los electores no tienen un representante al que acudir para hacerle peticiones, ni quien les reciba si quisieran solicitarlo. No puede haber mandato ni representación donde un “representante” dice serlo de la voluntad general en abstracto evitando comprometer su cargo, para no tener que depender ni rendir cuentas ante los votantes que lo eligieron. No puede haber mandato ni representación donde el castigo de un “representante” es no volver a salir elegido en lugar de ser destituido. No puede haber mandato ni representación donde existen varios “representantes” para un mismo ciudadano. No puede haber mandato ni representación donde es un partido y no un diputado concreto quien te representa. No puede haber mandato ni representación donde son las ideas u opiniones las que están presentes por sí solas en abstracto y no los intereses y los valores defendidos por personas de carne y hueso. En definitiva, no puede haber mandato ni representación donde una larga lista de nombres desconocidos bajo unas siglas cree acumular en abstracto el sentir de sus votantes, en lugar de ser una persona concreta con un nombre y apellidos determinados, quien personifique el traslado de la voz de sus votantes en forma de instrucciones precisas desde el distrito donde fue elegido hasta la Cámara de la que le han hecho miembro. Eso es, en su más estricta esencia, ser un portavoz de los intereses de sus electores.


La figura del representante (portavoz, diputado, mandante) debe combinarse con otras dos figuras más simultáneamente. El representante, no deja de serlo, mientas a la vez es parlamentario y legislador. Esto quiere decir, que debe ejercer sus labores como legislador y como parlamentario, no perdiendo nunca de vista el sentido desde el que debe ejercer su función, que no es otro que la defensa de los intereses concretos y las promesas emitidas que lo han llevado hasta ahí.


Solo hay un sistema de elección que posibilite la existencia de mandato y, por tanto, de representación. Únicamente un sistema electoral mayoritario de distritos uninominales o unipersonales a doble vuelta permite la elección de candidatos concretos. Todo sistema electoral de listas supone que los escaños se reparten, no se asignan, y dentro de ese proceso de reparto, la fórmula matemática utilizada para ello y el orden de colocación dentro de la lista son tanto o más relevantes para decidir quién obtendrá el escaño que los propios votos obtenidos.

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